27 jul 2013

El agua hasta las pupilas

No se miraban o lo hacian con el arte de disimularlo perfectamente para sentirse grandes desconocidos.

A ella se le desboronaban los recuerdos y el corazón de vez en cuando. Sólo como cuando lo sentía en el pecho, porque las otras veces se lo arrancaban y lo daba por perdido.

Asesinos eran aquellos ojos que disimulaban no verla, no extrañarla y alguna vez amarla como si fuera la única fémina terrestre en medio de la nada. Haberla amado porque sí.

Conocía tantas manos pero tan pocos corazones dispuestos a encontrarla. Pero el amor ya no está de moda.

Lloraba porque tenía el agua hasta las pupilas pero no porque le doliera tanto.  Ya poco le dolía, ya nada esperaba ni nadie le esperaba mucho menos.

Sus ojos se ahogaban en mar y silencio. Los barcos lejos navegaban y se llevaban lo poco que le quedaba de sí.

Se desnudaba menos y definitivamente se veía menos en el espejo. Ahora recogía el arena de sus pies.

Componía recuerdos, hipnotizaba el tiempo y se le arrugaban las manos.

13 jul 2013

Al fin y al cabo tenía alas

“En ese instante oí que se quebraba algo en mi interior, por un instante pensé que era mi corazón, pero no, el corazón no se rompe…Después entendí que se me había roto la esperanza y estaba saliendo por mis ojos tibia y salada…” —  Fragmentos de no sé que. Mercedes Reyes Arteaga

Sabía de decepciones, tal vez no conocía el mundo malo o "la calle", pero ella conocía de decepciones. Era error poner la sonrisa en manos ajenas.

Ya no había secreto. Era pésima en esto del amor y escribir cada misión fallida algo le reconfortaba y le devolvía la sonrisa. Al fin y al cabo sabía como volver a empezar, tenía alas.

Tenía fe también, y mucha, tal vez eso era lo que por lapsos la apagaba. Sabía creer y esperar, pero reconocía que había mucha fe, de la que a veces empeña presentes y acelera futuros.

Con ese arte peculiar de siempre,  de acomodar los dientes, disimular tristezas y abrir los labios. Así en medio de lo cotidiano rompía con el humo y el ruido ensordecedor de la capital, y sonreía.

Inigualable,  extraña,  tan mágica y bruja a la vez. De esas que saben volar, como muchas pocas. Que arrugan sabanas y tejen abrazos.

Conoció de decepciones. Con ese arte peculiar de siempre,  de acomodar los dientes, disimular tristezas y abrir los labios.

Era error poner la sonrisa en manos ajenas, y la fe. Pero ella volvía. Al fin y al cabo, tenía alas.

8 jul 2013

A sorbos

Pocas cosas en la vida se podían comparar con aquella irremediable soledad, pesada y callada. Tan antigua como el café y escrita en vos pasiva.

Embotada de nostalgias, casi casi rebozando impertinencia absoluta. Amarga pero sencillamente feliz. Como una felicidad a cucharadas de jarabe.

A conciencia pero sin gusto, ni tacto.

Sin embargo, algo la hacía caminar por la calle como si el mundo fuera esclavo del va y ven de sus caderas, y su pequeña versión de pechos de afrodita.

Antojada de lapsos de presente con devoción de futuro. Sencillamente feliz. Se tomaba a sorbos el café, que para ser precisos y en cuestión de segundos, le complacía al paladar.

Le había tomado tiempo. Sabía. Que era feliz. Que sonreía. Que las paredes escurren misiones fallidas y tiñen banderazos con un gran ego de soledad oportuna que se tomaba a sorbos.

Se sentó, alzó la barbilla y con la punta de la nariz señaló las estrellas. Ella sabía que no estaba sola.